MI ABUELA Y DIEZ MÁS
Ander Izagirre
En Atocha pasé una infancia solitaria, estoica y feliz. Yo ahora me explico muchas cosas, cuando recuerdo que a los nueve o diez años subía solo a las gradas de cemento de la Tribuna Este, una hora antes del partido, y me pegaba a las vallas que separaban la zona de pie de la zona de asientos.
Allí, ni la gente ni las vigas de hierro me tapaban la visión del campo. Atocha olía a selva. Se mezclaba el tufo fermentado y dulzón del mercado de frutas con el aroma fresco de la hierba recién regada y el humo de los puros. Ese sahumerio tropical aún nos inquieta a muchos, como a perros de Pavlov. Un día abrieron una verja, salté al césped ondeando el trapo de cuadros blancos y azules que mi abuela Pepi me había atado a un palo, corrí al punto de penalti y disparé un trallazo imaginario a la escuadra. Acabábamos de ganar la liga.